Era una fría mañana en lo alto de la atmósfera. Yo era un electrón más en la nube de una molécula de nitrógeno. Pasaba el rato ondulando, en ningún sitio y en todos a la vez, junto con mis hermanos gemelos, indistinguibles. No era consciente de todo el mundo que había más allá de la férrea ligadura impuesta por los núcleos, de todo lo que me estaba perdiendo.
Pero todo cambió. Llegó, venido desde una galaxia remota, un fotón gamma surcando el espacio y el tiempo hasta llegar a mí. Su gran energía me impulsó a salir, romper mis vínculos con el pasado y ser libre.
En los primeros momentos me sentí muy confuso. Todo a mi alrededor iba muy rápido, demasiado rápido; todo menos los atolondrados fotones, siempre con prisas. La Tierra empezó a convertirse en un punto cada vez más pequeño y rojizo. En mi camino me encontré con todo tipo de personajes extravagantes: átomos perdiendo y ganando electrones, orondos muones y todo tipo de partículas, hasta ahora desconocidas para mí.
Y entonces lo vi: un positrón, el más bello que había visto nunca. Tan parecido a mí en casi todo, y tan distinto, siempre con una actitud positiva (yo siempre he sido bastante negativo). Su dulce perfume a fotones virtuales me atrajo irresistiblemente hacia él. Cada vez más y más cerca. Iniciamos una fugaz danza sensual, durante los 125 picosegundos más intensos de mi vida. Llevados por la pasión y la lujuria, nos lanzamos el uno hacia el otro, hasta llegar al éxtasis máximo.
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